20100123

Marcel.

El cobertizo impedía que se mojase con el torrencial que azotaba la calle a esas horas de la noche. Aunque llevaba paraguas, el viento furioso arrastraba todo a sus paso, mientras hacía que la lluvia en su verticalidad tomase diagonales inesperadas, por tanto, el paraguas no le servía para mucho.
El vaho que prosiguió a su suspiro se hizo visible entre las sombras y mientras tanto, la luz plasmando su silueta contra la pared en que esperaba, reflejó en su exhalación el frío que sentía.

Esperaría hasta que se congelase, y aún así seguiría esperando. Lo sabía, en sus entrañas yacía la seguridad de sus pensamientos y de su terquedad.

El pasar de las horas no aminoró la tormenta ni la intensificó, seguía cayendo constante mientras masas de aire frío le hacían danzar a diferentes ritmos. Pero el agua seguía cayendo con la misma energía.

Se durmió. La palidez de su piel asemejando ya la palidez de una nube en un día de primavera, iba tomando matices púrpuras. Se notaba en sus labios, donde el rojo iba dando paso al morado delineando delicadamente sus boca, extendiéndose luego en cada curvatura de su rostro.

Parecía una estatua. La luz del amanecer iluminó de a poco sus adormecidas extremidades, mientras el anaranjado tono del sol luchaba contra el inamovible halo azul de su tez.

Cuando él la encontró, bella incluso en su letal estado, no sintió culpa ni pena, sólo recogió del suelo el bulto que era ahora y salió del cobertizo buscando una puerta de entrada a la casa. Al encontrarla, empujó levemente para abrir y entrar, se dirigió con pasos seguros a la habitación de ella con el sigilo propio de una serpiente y la recostó en su cama.

La miró. Sacó de su bolsillo izquierdo una esfera pequeña con un extraño grabado y atada a una  cadena y la puso al rededor de su cuello. Sería un recuerdo de él para ella. Su despedida.

Esperó a que recobrara la respiración, y se marchó.